viernes, enero 06, 2006

Relatos de mi niñez 19/04/2004

LA REGADERA DE MI PADRE

     La quietud de muchas tardes en la calle de Castellón de la Plana se quebraba por el ronroneo de la regadera de mi padre.  Nunca hasta esos momentos la calle tenía la sensación de quietud, donde toda ella estaba desierta, por ser verano en la hora de la siesta, como de estar cerrada y silenciosa. No se oían los gritos ni el jolgorio de los niños jugando con los huesos de albaricoques, o al: “¡va!, dicho”, con las suelas de las alpargatas recortadas en redondo y los envoltorios de los caramelos sirviendo de billetes, siendo los extranjeros los que tenían más valor.  El calor, más bien eran las madres, nos tenían encerrados en nuestras casas, pero la gran regadera cuadrilonga colorada de nombre raro, era como una aparición cuando entraba por la parte de los árboles, después de subir la Cañada o por Padre Lechundy, toda cansada y exhausta, con su depósito compartimentado lleno de agua para los vecinos.  Entonces en Melilla eran muy pocas familias las que disfrutaban de agua corriente y el Ayuntamiento hacía ese servicio casi a diario esperado con alegría por todos los vecinos.  Los demás días había que surtirse de la fuente de piedra de pizarra que existía en la falda del Monte de la Batería de Costa, junto a la puerta chica del cementerio,  acarreando el agua en cubos.  Algunos hombres solían llevar una vara al cuello, a modo de ronzal, y dos cubos colgando, como suelen hacerlo en algunos países asiáticos.  “Es muy viejecilla, la pobre, pero suena redondo”, decía mi padre sonriendo de su regadera.  Tenía las ruedas sin aire, por ser macizas, y el volante parecía un gigantesco aro de casi un metro de diámetro.  En punto muerto era casi imposible  girar la dirección, a no ser que lo hicieran entre dos hombres.  Bosch o Infante, los ayudantes que solía llevar, se bajaban en marcha y me recogían como a un pelele para subirme en el estribo mientras mi padre metía la segunda marcha para darle desahogo hasta el callejón de Bernardino de Mendoza y así llegaba hasta el segundo callejón, el mío, el del Aceitero, donde nací.  Entonces era cuando se formaba la cola de cubos, baños y grandes orzas de barro que eran acarreadas con mucho esfuerzo.  Todas estas personas aparecían como por encanto. Tengo que decir que yo, como “hijo del amo” de la regadera, era el que distribuía, cerrando y abriendo el gran grifo para que todos los vecinos llenaran sus cacharros.  Tanto Bosch como Infante me dejaban hacer mientras mi padre almorzaba.  Había un hombre con el rostro demacrado que tenía siempre la desvergüenza pronta a surgir de sus sucios labios, pasando de la falsa alegría al verdadero enfado cuando yo le abría el grifo a tope y lo bañaba vestido.  Nunca reía, su cinismo era insultante y canallesco.  Hoy en día se le denominaría como un jilipollas.  Recuerdo a una señora muy mayor que venía con dos pequeñas garrafas forradas de trapo y de esparto: “Anda Juanito lléname las damajuanas y gasta cuidado y mira por el agua”.  Aquélla señora se llamaba Rosario, y le decían “La Populona” porque en los años que en Melilla se editaba el periódico “El Popular” ella lo vendía por las calles. Aquélla frase siempre me dio qué pensar.  ¿Porqué había que mirar por el agua, o gastar cuidado con ella?.  Claro que aquello era un motivo más para que mi madre o la suya, mi abuela, se rieran conmigo al coger yo un vaso lleno de agua y mirara a través de él, porque sabía la cantinela, cada vez que dejaba el grifo abierto: “Juanito mira por el agua, por favor”.  A mi madre, antes de ser mi madre, yo la veía desde el limbo acuático amniótico reírse conmigo antes de traerme a la vida.  Para quitarme el miedo de la oscuridad me decía: “La Luna te sigue siempre por las noches para que no te pase nada”.  Era la sombra selenita la que me asustaba y la que la alumbra ahora junto a mi padre en La Purísima.
     A mis vecinos coetáneos con cariño les dedico estos recuerdos del estío melillense en nuestra calle de Castellón.